Amelita estaba andando los mismo lugares que hace 6 meses estuvieron manchados de sangre. El pasto, las flores, el árbol de mango ya no se veían igual, el verde se había tornado más áspero, más guerra. Dos lágrimas recorrieron su rostro. Una noche de marzo el sonido de unos disparos y un fuerte estruendo estremecieron su cuerpo. Aunque el susto se apoderó de todo su ser, tuvo la lucidez de proteger a su niña y a su niño. Marcos - el hijo mayor - apenas sí pudo levantarse de la cama y vestir un pantalón azul oscuro, como la noche, cuando ya estaban golpeando a la puerta para que mujeres y hombres pasaran a la intemperie.
Uno a uno y una a una las mujeres y los hombres hicieron dos frías hileras, perfectas, como aquellas que se hacían en la escuela cuando la maestra estaba cerca. Para ésta no hubo necesidad de tomar distancia, tampoco fue necesario concentrarse en el cuello del compañero de adelante, aquí todos miraban un solo punto, al frente y ¡ar!, al lado estaban las vecinas y los vecinos. Con lista en mano el hombre tosco y malgeniado ordenó eliminar de una nueva forma a los que tenía al frente. "Uno sí, otro no". "¡A las mujeres no las toquen!", ordenó. Ellas, casi al unísono, soltaron una parte del cuerpo. El vientre dejo de estar contraído, tenso. El resto de su ser seguía tieso, en pausa, congelado, como el agua del Nevado.
Amelita rogaba que su esposo no estuviera en el filo de la muerte, allí ya estaba su hijo. ¡Imposible tanta mala suerte!. Cuando escuchó los nombres de los varones y la horrible orden del comandante su deseo se transformó. Era hora de pedirle a la virgen de su devoción que sólo se llevara a uno, no a los dos. Apretando los ojos rezaba, imploraba, oraba. Sus ojos cerrados no le permitieron ver a los muertos ni a los vivos. ¿Acaso Amelita repasaba el dolor que le significaba cada pérdida?: ausencia, soledad, desespero, vientre, sangre, corazón ¿Qué haría sin su esposo? La casa, los hijos, el cariño, ella ¿Se quedaría sin compañero? ¿Y si le arrebataran a su hijo?: el vientre, la sangre.
Cuando cesaron los disparos Amelita vio 7 cuerpos caídos y 7 en pie. Reconoció rápidamente la camisa con la que salió su esposo en la mañana, estaba erguido, tal como lo vio en la puerta. No le había perdido. El pantalón azul oscuro estaba tendido en el suelo. Amelita quiso gritar, correr, apretar ese cuerpo, limpiarlo, besarlo, recoger la sangre. No la dejaron. Agarro con las dos manos su vientre.
Su esposo rompió en improperios. Un joven, de la misma edad de su muchacho, lo calló apuntándole a la sien. "¡Otro más no, por favor!", grito Amelita. "Se van calmando todos, el que habla y manda aquí soy yo!. Usted, cuál es su rancho, quiero tomar algo". Amelita señalo con la cabeza su pequeña casa. El hombre fuerte, alto y corpulento la llevó del brazo. Carlos, su esposo, quiso acompañarla. El mismo joven le atajó, esta vez le apuntó a las piernas. Los esposos cruzaron una mirada de miedo. El comandante miró a Carlos con desprecio, al tiempo tomo con más fuerza el brazo de Amelita, sonrió.
Nada extraño se podía percibir afuera, Carlos contaba y contaba, 7 muertos, 6 vivos, 20 mujeres, 12 niñas y niños. Seguro que los suyos estaban en casa, ojalá estuvieran ocultos, ojalá no hubiesen visto nada. Volvía a contar. El pantalón de su hijo era el único azul, había dos verdes, uno negro y tres blancos entre los que estaban tendidos en el suelo. Contó y contó de las formas más diversas: los objetos, las personas, los árboles, los ranchos, las flores y hasta el pasto. Contó hasta que se le olvido el número que seguía. Ese día Carlos sintió que los números se agotaban y con ellos su fe y su hombría. ¡Ahí, paralizado, sin poder hacer nada, sólo contar y callar!
Al rato los intrusos recogieron las armas, el comandante salió de casa de Amelita y emprendieron camino. Las mujeres prorrumpieron en llanto, los hombres en ira, los niños y las niñas corrieron a sus padres y madres. En cada rostro se depositó una lágrima. Rápidamente todos las secaron. Con una mirada rápida y distante las mujeres buscaron a Amelita. Ninguna la sostuvo, pero aunque el gesto fue rápido todas entendieron. Continuaron. Levantaron los cuerpos, los enterraron y de vuelta a la "cotidianidad". Desde ese día para nadie nada sería igual, ni siquiera para la luna. Tenían en pie los ranchos y continuaban en su tierra, ¡que más se podía pedir en medio de la guerra!
Llegaron las autoridades a preguntar lo que pasó. Escucharon testimonios, indagaron por quienes eran los muertos y por cuántos habían sido. A la siguiente noche en el noticiero salió un reporte breve en las noticias: "ataque a la vereda la Paz, 7 muertos. Amelita, una mujer de 35 años perdió a su hijo mayor y logró proteger de la cruenta escena a sus dos hijos pequeños. No se han determinado los autores materiales del hecho pero las autoridades del departamento ya visitaron la zona y se comprometieron a esclarecer lo ocurrido".
3 meses después del "hecho" Amelita no tenía lágrimas, ya las había agotado llorando a su hijo, pérdida por la cual había aparecido en la tele como víctima. Su cuerpo sólo había guardado dos lágrimas que en septiembre, el día de sus cumpleaños, su corazón desgrano recordando que su cuerpo, su recinto privado, había sido sucia y tristemente violentado por el comandante, por un desconocido. De eso Amelita no habló con nadie. Lo guardó dentro de su ser, quiso borrarlo de sus recuerdos pero no pudo. Su corazón decidió traerlo a su mente ese 8 de septiembre. Amelita, esa que vive en todos los pueblos, las ciudades, las veredas y los barrios, nuestra Amelita, esa tarde se derrumbó. Un trébol de cuatro hojas le acarició la rodilla, esa misma que fue golpeada con una arma el pasado 8 de marzo.
*BELLOTA*